martes, 5 de julio de 2016

carta a Antonia de alfredo molano. junio de 2016.

Mi primer recuerdo de Bogotá —porque sabes que nací detrás de ella— fue un cielo rojo que no era de atardecer sino de llamas. El centro de la ciudad había sido destruido e incendiado por el pueblo furioso contra el Gobierno, al que culpaban del asesinato de su jefe, Jorge Eliécer Gaitán. Yo no había cumplido cuatro años. En La Calera, el alcalde civil y militar, general Amadeo Rodríguez, fusiló en el cerro de las Tres Cruces a unos campesinos que acusó de rojos. Días después, me llevaron a ver el humo que aún salía de las ruinas de casas y edificios en la carrera Séptima. No sentí mi propio miedo, pero sentí el de la gente que miraba. Después, un poco más grande, frente a la Alcaldía de Chicoral —un pueblo de Tolima donde veraneábamos—, vi tirar de una mula el cadáver de un campesino. Fue como oír caer un bulto de ojos quietos y cuerpo ensangrentado. Tarde mi mamá me tapó los ojos.
¡Y desde esos días he visto tanta sangre y tanta violencia! En las carreteras había soldados que a gritos hacían bajar de los buses a los pasajeros para esculcarlos. A mí me daba rabia que no me esculcaran y me trataran como a las mujeres, a las que tampoco hacían bajar. Un día que íbamos hacia Santandercito, en el salto de Tequendama un camión del Ejército golpeó la camioneta en que paseábamos a mi abuela. Rompió la puerta, el espejo, los vidrios. Mi papá, furioso, se bajó a revirarles a los soldados y estos lo golpearon con las chapas de sus cinturones.
En Ibagué, donde teníamos familiares, mis tíos comentaban lo que sucedía en un pueblo cercano llamado Rovira: les cortaban la cabeza a los rojos y los rojos se estaban armando contra el gobierno azul. Tendría entonces tu edad. En San Martín, Meta, que conoces, el mayordomo de unas tierras que mi familia tenía contaba cómo ametrallaban los hatos desde aviones del Gobierno y mataban gente, reses, perros, gallinas. Lo que se moviera. No lo vi, pero vi temblar de rabia al hombre que lo contaba.
En la iglesia de La Porciúncula, donde me llevaban a oír misa mientras yo miraba los zapatos de los fieles, un día, la Policía tiró bombas lacrimógenas adentro. La estampida de la gente, sus caídas corriendo, me hicieron oler por primera vez el terror. Después, también, el júbilo del pueblo con banderas por las calles cuando Rojas Pinilla cayó. Mi papá hablaba de los estudiantes como si fueran héroes de la patria.
En la universidad quise serlo. Queríamos bajar a piedra el cielo a la tierra. Y entonces apareció Camilo… Y desapareció, y lo mataron y siguieron otras muertes y otras. Muertes de compañeros de cafetería, conocidos que murieron para que nosotros no muriéramos. Pero muchos lo hicieron con el morral al hombro y el fusil en las manos. Muchachos tan generosos como los que después me encontré en las costas del Guayabero, que no les temían ni a la noche oscura ni a los ríos crecidos. Fue cuando comencé a escribir sobre ellos y sobre su gente. Escribí deslumbrado, alucinado. No paraba de escribir sobre un país que no se conocía, y de conocerlo, por supuesto.
No eran venidos de otro mundo, no habían caído en paracaídas. Habían llegado huyendo, comiendo mico, tumbando selva. Se defendían y defendían a sus viejos y a sus críos. Por eso me dio tanta alegría ver a esos muchachos —hoy ya no tanto— enterrando la guerra, derrotándola. Dejando el poder de las armas en manos del Estado, confiando en que no volverá a ser usado contra ellos, contra el pueblo —el pueblo existe, Antonia, y así hay que llamarlo—, ni para defender a unos pocos bolsillos de por sí llenos.
Te confieso que he sentido esa alegría plena —esa que llena el pecho y eriza el cuero— tres veces: cuando los guerrilleros del M-19 salieron en avión para Cuba después de haberse tomado la Embajada de República Dominicana, cuando se firmó la Constitución de 1991, y el jueves pasado, cuando las Farc y el Gobierno le dijeron al mundo: Es el último día de guerra en Colombia.
Tú eres el puente entre mi nieto mayor y los menores. Cuéntales a todos lo que ustedes nunca vivirán.Alfredo Molano Bravo


Alfredo Molano. periodista. El Espectador.


    Dimensión solar y dimensión terrestre
    "Aquello que la psicología junguiana llama proceso de individuación -que en épocas anteriores fuera un misterioso camino iniciático- hoy es posible para una multitud de seres humanos"
    Los humanos nacemos anidados en un compacto entretejido de creencias y símbolos, modalidades afectivas, intelectuales y religiosas. Este nido tiene múltiples capas: la familia, la cultura a la que pertenecemos, la nación, la religión y la civilización. A través de estas capas heredamos nuestra estructura genética, los hábitos alimentarios, una determinada relación con la naturaleza, nuestras costumbres e ideales. También una interpretación muy parcial de la historia, en la que nuestro linaje generalmente se siente especial y único con relación a los otros. Durante miles de años fuimos moldeados por la interpretación del mundo propia del grupo en que nacimos. Aprendimos a ver la realidad con los ojos del nido. En un sentido estricto fuimos poseídos por la trama de símbolos, emociones, creencias, ideas, imágenes y arquetipos que proviene del pasado de la humanidad. Entramos en una densa telaraña que nos hechiza con el mandato de continuar con ella. Conciente o inconcientemente buscamos experimentar las mismas formas y sensaciones con las que fuimos moldeados.
    Desde el punto de vista astrológico, en cada existencia humana se pone en juego una tensión inevitable que expresa el encuentro entre nuestra dimensión solar y nuestra dimensión terrestre. La vibración solar de cada niño forma parte del orden del cielo e integra una secuencia ligada matemáticamente a los dibujos anteriores y posteriores al del momento en que habrá de nacer. Este conjunto de vibraciones -lo que los pitagóricos llamaban la música de las esferas- se entreteje con la sustancia de la Tierra. El orden del cielo tomará forma concreta dentro de los límites que le ofrezca la sustancia disponible en la Tierra. Se manifestará a partir del tipo de cuerpo, de emociones y pensamientos que la evolución planetaria ha producido.
    Con cada nacimiento una nueva vibración, fresca y creativa irrumpe en los nidos que la humanidad tejió a través de los milenios. Y en ese momento la energía irrepetible de ese instante del cielo entra en tensión con el pasado que moldea inevitablemente al niño. ¿Será suficientemente potente la energía que trae como para diferenciarse y renovar la trama del pasado o este se impondrá forzando a lo creativo a repetirse una vez más? Cada uno de nosotros encarna al nacer una tarea de dimensiones cósmicas. En cada caso la dimensión solar de nuestro ser se encuentra con la inercia del pasado y su anhelo de repetición. Lo creativo y lo mecánico se unen en nosotros para realizar un nuevo aprendizaje.
    Este es el tiempo de la ruptura de los nidos. En él cada una de las tradiciones parciales de la humanidad, por bella y útil que haya sido, mostrará sus insuficiencias y se verá obligada a interactuar con las demás. La incertidumbre reinante es el síntoma de que nuestros sistemas de creencias están siendo cuestionados por una realidad más compleja. Si estamos identificados con el pasado bajo cualquiera de sus formas es inevitable sentir miedo. La realidad parece cada vez más caótica. Pero si podemos visualizar una dimensión más amplia para nuestra existencia quizás nos demos cuenta de que vivimos una gran oportunidad.
    La caleidoscópica realidad de nuestro presente con toda su confusión nos muestra que la malla del pasado se ha debilitado. Los nidos ya no pueden ejercer la misma presión uniforme sobre cada niño que nace. Esto significa que para muchos seres humanos la dimensión solar puede manifestarse ahora con mayor pureza y potencia, nuevas y más integradas experiencias se hacen posibles para todos nosotros. Aquello que la psicología junguiana llama proceso de individuación -que en épocas anteriores fuera un misterioso camino iniciático- hoy es posible para una multitud de seres humanos. El futuro del planeta depende de la cantidad de seres humanos que puedan atravesar por este proceso.
    Por Eugenio Carutti

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