lunes, 8 de octubre de 2018

El don de la vida y de la muerte

La sociedad actual ejerce una terrible violencia sobre el ser humano al someterle a una endiablada velocidad propia de los engranajes de una máquina. Ante esa enfermiza velocidad y la creciente virtualidad en la que nos quiere encerrar el devenir de los tiempos hay una medicina poderosa, que todas las tradiciones sapienciales han utilizado: el recuerdo de la hermana muerte como una consejera certera sobre lo que es importante y lo que no en la vida. Una enseñanza para vivir en el Bien, y la serenidad para morir en la Paz.
Cuando nuestro yo escindido en dualidades que laceran mira a los ojos oscuros de la muerte todo se vuelve a poner en su sitio, en su dimensión justa, pues comparada con la muerte, hasta las situaciones más tremendas del mundo cotidiano, en realidad son insignificantes. Estamos vivos. Y la muerte nos aguarda.
Pero esa poderosa medicina no se expende en las farmacias del mundo, sino en las boticas de la interioridad y la sociedad actual es mortalmente ajena a ese vademécun íntimo del alma conectada al corazón. Así que escindidos de una verdad que ordena la vida viven ese tránsito como un abismo, una interrupción violenta, una suspensión de una existencia a la que están fatalmente apegados.
No solo como consejera se cultiva su recuerdo sino también como la esperanza de un nuevo comienzo, alguna clase de vida venidera, que infunde un sentido sagrado a esta vida y nos responsabiliza de nuestros actos, por las consecuencias que ellos tienen en esas postrimerías. Pero la hermana muerte clama ahora en un desierto espiritual, la mayor parte de la gente imagina que esta vida es lo único que existe y carentes de toda fe auténtica en una vida posterior llevan una vida desprovista de sentido. Sin una mirada a largo plazo viven, como si no existiera un mañana en la eternidad, y solo para satisfacer sus fines inmediatos, devastando para ello, con una ausencia total de moralidad, todo lo que se oponga a la satisfacción de sus insaciables deseos.

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